lunes, 23 de junio de 2008

Las destruibuidoras de cine/II: La muerte de las matinés.

La mañana del sábado pasado, mientras revisaba la cartelera local en busca del horario más cómodo para llevar a mi hijo de tres años a ver Kung Fu Panda (lo suficientemente separado del desayuno para prevenir viajes no deseados al baño a mitad de la función, lo suficientemente temprano, antes de la comida, para que nadie desesperara por hambre), ante los anuncios de la misma película en prácticamente todas las salas de la ciudad, cada función con media hora de diferencia unas de otras, a partir de las 11 de la mañana, me dí un momento para la nostalgia por las matinés de mi infancia.

En esas mañanas de fin de semana de hasta hace menos de tres décadas, en la oscuridad de un gigantesco cine, junto a mis hermanos y cientos de niños, se me ponía la carne de gallina viendo cómo Tarzán El Hombre Mono, encarnado por un Johnny Weissmuller velocísimo para nadar en los ríos de la selva, se trenzaba en las aguas con un feroz cocodrilo. O me emocionaba viendo a un Superman de blanco y negro (George Reeves) "volar" recargado probablemente en una mesa escondida, mientras atrás un manchón borroso (una sábana pintada que daba vueltas sinfín, imaginaba yo) simulaba ser el cielo de la ciudad que el Hombre de Acero recorría en segundos. Tal vez un domingo, después del desayuno de hot cakes de mi papá (los mejores del mundo), me tocaba ver al Ladrón de Bagdad escapar de monstruos o espadachines montado sobre un blanco pegaso, o el siguiente me divertía siendo testigo de cómo vaqueros de technicolor, rubios y sucios, -italianos fingiendo ser gringos- se disparaban unos a otros por unos lingotes de oro, por una muchacha o por un buen plato de frijoles mientras alguna guitarra y un teclado eléctricos ambientaban esos duelos en algún desierto español. O bien, Snoopy hacía de las suyas al lado de Carlitos y compañía, mientras la pantalla bañaba la oscuridad de la sala con imágenes multicolores y nuestros oídos se llenaban de jazz. O El Gato con Botas peleaba a espadazo limpio con un terrorífico ogro en un delirante castillo en lo alto de una montaña, por obra y gracia de Miyazaki.

Y es que esas matinés nos traían una magia que iba más allá de ver en la pantalla grande historias fantásticas. Esas matinés nos ofrecían historias fantásticas contadas a muchas generaciones de niños del siglo veinte, en tantas otras funciones de matiné. Desconozco cuál era el arreglo que existía entre salas de cine y distribuidoras, pero el caso es que esos sábados y domingos, las carteleras se dividían en funciones matinales, con películas rara vez de estreno, y las funciones vespertinas, en que generalmente se exhibía "la nueva" del mes, acompañada de otra película, en función doble, que tenía un poco más de haber sido estrenada y complementaba el programa para adolescentes y adultos.

De este modo la oferta mañanera de los cines consistía de películas de aventuras estrenadas originalmente entre uno y varios lustros antes, lo cual, para nuestros ojos infantiles, no tenía ningún significado. Uno se sentaba en la butaca, la función empezaba y un Tarzán en blanco y negro alternaba en función doble con el pistolero Trinity en Technicolor. Además, la cartelera cambiaba asegurando que los pequeños cinéfilos volverían al cine el siguiente fin de semana. Al menos en los pueblos y ciudades pequeñas del centro del país en que me tocó vivir de niño, en la década de los setentas, el negocio funcionaba: las salas estaban abarrotadas sábados y domingos por las mañanas y era de rigor hacer fila en las dulcerías de los cines para hacerse de un mazapán y unas gomitas de grenetina o un chocolate (Almon-Rís, favorito personal) y unos chiclosos (curiosamente, las palomitas de maíz no eran el producto principal en esos tiempos); azúcar en cantidades industriales que ayudaría a aumentar la emoción de entrar a un mundo fantástico una vez que se apagaran las luces.

En algún momento de la década de los ochentas, alguien en alguna parte de la cadena –las compañías distribuidoras, adivino- decidió que ya no tenía caso exhibir todas esas reliquias de años y décadas pasados, usando los espacios matinales disponibles para aumentar el número de funciones de las películas de estreno. Como resultado, las carteleras actualmente están tapizadas por un solo título desde la mañana hasta la noche y cualquier visita a un cine se limita a conocer los estrenos del mes, que en un par de semanas saldrán de exhibición para regresar al espectador unos meses más tarde, pero en la forma de un disquito o una señal satelital para la pantalla casera.

Hoy en día, cualquier intento por ver a Johnny Weissmuller, a George Reeves, a Terence Hill, a Snoopy, a Godzilla o cualquier película japonesa animada, tiene como limitante la disponibilidad de videotecas especializadas; opción de veras limitada, si es que existe, en un país como México. Y lo chistoso es que cuando yo era niño, uno ni siquiera "intentaba" ver alguna de esas joyas de la cinematografía. Los asistentes a esas matinés no éramos quisquillosos intelectualoides de gustos esnobistas que buscáramos el cine de épocas pasadas como deber cultural para tener algo qué comentar en algún cafetín de Coyoacán. Eramos, simplemente, chamacos en matiné.

Y lo único que había que hacer era levantarse temprano el fin de semana, desayunar los mejores hot cakes del mundo en casa, peinarse muy bien y ser depositado, junto con otros cientos de niños, en las puertas del cine local. Tres o cuatro horas más tarde uno salía con los ojos chiquitos a la luz del mediodía, inmensamente feliz y mucho más sabio que cualquier ejecutivo de distribuidora de cine: seguro de que, aún en el año en que el mundo conoció las "espadas láser", a Darth Vader y a los Wookies, Tarzán no tiene qué ser a colores para ganarle la lucha al cocodrilo.

martes, 17 de junio de 2008

La Aldea *

(The Village, EUA 2004) Clasificación ‘B’
Calificaciones: ****Excelente ***Buena **Regular *Mala
Tan pero tan mala me pareció hace 4 años esta cosa, que cuando se estrenó la siguiente de Shyamalan (Lady in the Water) primero consulté las críticas y no encontré motivo para sufrirla. Ahora en 2008, ante las críticas a favor y en contra de El Fin de los Tiempos (The Happening), decidí verla y de paso desempolvar mi opinión sobre La Aldea.

La Aldea me hizo preguntarme por qué vemos a los malabaristas. ¿Es por el asombro que nos causan al mantener varios objetos en el aire, mientras uno a uno van pasando por sus manos sin tocar el suelo? ¿O es el morbo por ver si eventualmente se les caen? El director M. Night Shyamalan es famoso ya por las fascinantes manipulaciones que hace de los elementos de historias como El Sexto Sentido, El Protegido y Señales, estirando el malabarismo hasta sus últimas consecuencias. En La Aldea, los malabares no funcionan, las piezas se rompen antes de caer y el espectáculo es, por decir lo menos, decepcionante.

Tengo dos opciones para decirle por qué La Aldea es mala. Una es contándole el secreto que mantiene todas las piezas en el aire y finalmente las amarra, y la otra es describirle las piezas mismas, sin revelar el secreto, para que usted decida por sí mismo si vale la pena conocerlo. Intentemos lo segundo. El generalmente respetable William Hurt es Edward Walker, patriarca de una pequeña aldea rodeada por un bosque misterioso. Por las construcciones, la ropa de los habitantes y las fechas en una lápida del cementerio local, determinamos que estamos a fines del siglo 19, en una especie de comunidad menonita. Lo que parece una celebración de Acción de Gracias nos indica que los aldeanos se dedican a labores del campo, aunque realmente nunca vemos a nadie trabajar. Los niños y jóvenes corren por los alrededores, en juegos inocentes con el tonto del pueblo (Adrien Brody) mientras que los mayores se reúnen en juntas de concejo. El tema central tanto de los juegos como de las juntas, es No Entrar Al Bosque.

Aparece en escena Joaquín Phoenix como Lucius, un joven tímido e inquieto cuyo único interés es, precisamente, entrar al bosque. El patriarca Walker le recuerda a todos los aldeanos, como parece haberlo hecho desde tiempos inmemoriales, que existe un pacto con los habitantes del bosque, los Innombrables: los aldeanos no entran al bosque, los Innombrables no entran a la aldea. La premisa suena lo suficientemente interesante para una buena película de suspenso o precampaña de Jefe de Gobierno, si no fuera porque nada parece cuajar. La aldea en cuestión y la ropa de sus habitantes tienen un gusto a escenario de Disneylandia que distrae bastante. Los aldeanos hablan como si estuvieran en una mala obra de teatro histórico, y las pocas veces que vemos a los Innombrables, que parecen algo así como puercoespines parados y disfrazados de Caperucita Roja, no podemos evitar pensar en los ridículos extraterrestres de Señales, que a mí en lo personal no me molestaron, pero en su momento causaron risas de burla en el público.

La trama se desarrolla entre momentos de tontería que trata de pasar por inocencia y melodramas que realmente no llevan a nada, como el oculto interés de la madre de Lucius, Sigourney Weaver, por el patriarca, o el joven inútil que teme arrugar su camisa. Alguien oculta un par de veces El Color Malo y a alguien más le pasa una desgracia, pero ni eso ayuda para sacar a la aldea y a La Aldea, la película, de su sopor. Cuando llega el momento esperado en las películas de Shyamalan, La Revelación que nos hará acomodar las piezas del rompecabezas, el secreto resulta tan tonto y predecible, que ni ganas dan de seguir intentando descifrar la sosa historia. Y Shyamalan extiende las explicaciones por unos veinte minutos más, dando de palazos a un animal que lleva días muerto.

Tan mal calculada está La Aldea, que hacia el final, en un momento que debería ser trágico, la sala entera rompe en carcajadas. Pues sí, ya qué nos queda, después de haber invertido tiempo a una historia tan plana y la decepción por la revelación de un secreto tan idiota.
Publicada originalmente en La Voz de la Frontera, el 19 de Septiembre de 2004.

domingo, 15 de junio de 2008

¡Qué Padre es el Cine!

A mi papá, por supuesto.

La primera película que recuerdo haber visto en el cine es Zovek vs. Los Monstruos (ésa es la trama, por cierto, no el título), cuando tenía 4 o 5 años. Fue tal la impresión que los detalles de esa visita se me escapan y no puedo decir con seguridad si fue mi papá quien nos llevó a uno de mis hermanos y a mí. En los últimos treinta y tantos años son pocas las veces en que mi papá me ha acompañado al cine, más por razones geográficas que por otra cosa. Aún así, esas contadas ocasiones han sido completamente memorables, gracias a la elección de películas: Infierno en la Torre, Tiburón, Forrest Gump y El Mercader de Venecia saltan en este momento a la memoria. Por supuesto, han sido incontables las películas que hemos visto juntos en casa, ya fuera en los setentas y ochentas transmitidas por televisión, o a fines de los ochenta y a lo largo de los noventa en videocassette o DVD. En este nuevo siglo, cada uno desde su rancho, cumplimos semanalmente una cuota personal mínima de cine y comentamos generalmente los domingos por teléfono; conversaciones que de Septiembre a Enero de cada año se intercalan con apreciaciones sobre la Liga Mexicana del Pacífico de Beisbol, mis lamentos sobre Aguilas de Mexicali y sus alegrías por Tomateros de Culiacán.

En ese tenor, van algunos padres fílmicos para recordar (en orden más o menos cronológico).

Ted Kramer, de Kramer vs. Kramer (Benton, EUA 1979). La imagen de Dustin Hoffman corriendo por las calles de Nueva York, con su hijo accidentado en brazos, para llegar al hospital, es una de las escenas paternales que más impresión me sigue causando, casi treinta años después de haberla visto (por recomendación de mi papá, por cierto). Y todo el esfuerzo por convertirse en el padre de su hijo después del abandono de su esposa, Joanna (Merryl Streep). Más que Kramer vs. Kramer, podría titularse Kramer Conoce a Kramer.

Marlon Brando como Jor-El y Glenn Ford como Jonathan Kent en Superman (Donner, RU 1978).
Prefiero por mucho el terrenal (con doble sentido) Glenn Ford como el papá de Clark Kent, al cursi e inalcanzable Marlon Brando como Jor-El, soltando discursos que sólo Brando puede hacer funcionar mientras coloca a su bebé en una piñata de cristal. Sin embargo, fue la primera vez que ví en la pantalla grande a estas dos leyendas del cine, ¡y por el mismo boleto!

Roy Scheider como Martin Brody, el jefe de policía que decide ir a la caza del monstruoso Tiburón (Spielberg, EUA 1975) después de ver cómo su hijo se salva por un pelito de ser devorado por la bestia. Aunque la historia dirigida por el joven Spielberg apenas toca en dos pequeñas escenas el punto de la paternidad, en mi mente Brody siempre regresa a casa a abrazar a sus hijos después de hacer volar al tiburón en pedazos.

Siguiendo con los setentas y Spielberg, Richard Dreyfuss no queda tan bien parado como Roy Neary, que abandona a sus pequeños hijos para subir a la nave extraterrestre en Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (EUA 1977). Lo dicho, la paternidad no era el fuerte de Spielberg en esos años.

Qué diferencia con Gregory Peck como el Embajador Robert Thorn en La Profecía (Donner, 1976), padre tan amoroso que decide hacer brochetas con el pequeño Damien, nada menos que hijo del Chamuco, para salvar a la humanidad y sobre todo por haber matado a su verdadero hijo. Lástima que el Demonio se le adelanta en cada paso.

Continuando con los setentas y los monstruos, no puede quedar fuera John Huston como Noah Cross, el terrible padre de Faye Dunaway en Barrio Chino (Polanski, EUA 1974). "Es el Barrio Chino, Jake..."


Y hablando de desnaturalizados, ninguno como Darth Vader en El Imperio Contraataca (Kershner, EUA 1980). El mejor capítulo de la saga de La Guerra de las Galaxias, sin duda con el momento más conmocionante del cine de los últimos 30 años: la revelación de que el hombre más malvado de la galaxia es el padre de nuestro héroe, Luke Skywalker. Y encima le corta una mano e, impasible, lo ve precipitarse al vacío, a una muerte segura. Todo porque de chamaco, a Skywalker padre nadie le quitó lo berrinchudo, según las posteriores revisiones de George Lucas.

Padre es el que cría, no el que engendra. Sir John Guielgud nos lo demuestra como Hobson, el mayordomo/niñero de Dudley Moore en Arthur (Gordon, EUA 1981). Sus miradas aleccionadoras, de agradecimiento y despedida, y la escena de la última partida de ajedrez "entre ambos" siempre me llenan los ojos de lágrimas.

Reivindicando a James Earl Jones como la voz de Vader, definitivamente el peor padre fílmico de todos los tiempos, en 1994 lo oímos como Mufasa, quien enfrenta la intriga del reino y se sacrifica por su hijo Simba en El Rey León (Allers, Minkoff, EUA).

El padre como principal apoyo de las aspiraciones de un hijo está muy bien encarnado por Gary Lewis en Billy Elliot (Daldry, RU/Francia 2000). La difícil decisión de dejar no sólo las filas de huelguistas sino acompañar hasta las últimas consecuencias a su hijo Billy, en su camino para convertirse en miembro de la Real Academia de Ballet de Londres.

Y regresando a Spielberg, podemos ver que los años (y los hijos) le han sentado bien. Tom Cruise como Ray Ferrier, un padre que literalmente enfrenta a otro mundo para salvar a sus dos hijos, muestra a un Spielberg que ahora seguramente nunca subiría a Roy Neary a la nave extraterrestre, al menos no sin voltear atrás por un instante...

Pilón mexicano por partida doble. Don Cruz Treviño Martínez de la Garza, con Don Fernando Soler haciéndole la vida miserable a su vástago Silvanito (Pedro Infante), en La Oveja Negra y No Desearás La Mujer de Tu Hijo (Ismael Rodríguez, 1949 y 1950). El genial Don Ismael consiguió, después de todas las fechorías de Don Cruz Treviño, que su escena final fuera de completa redención ante su hijo y sobre todo, ante el público: "¡Ni tan altas las trancas, ni tan grande el brinco...!"

martes, 3 de junio de 2008

"¿Qué dijistes...?"


A veces a uno se le olvida que quienes aparecen en la pantalla, independientemente de si en la película en cuestión interpretan a pordioseros analfabetas o ciudadanos ilustrados, no dejan de ser actores que hacen su mejor esfuerzo por parecer lo que pide el guión. Y lo cierto es que, más de una vez, por tener los oídos puestos, llega uno a escuchar cada barbaridad que nada tiene qué ver con el supuesto personaje que la dice, pero sí todo qué ver con el actor en turno.
Me acaba de pasar en Indiana Jones y El Reino de la Calavera de Cristal. En la escena donde los agentes del FBI interrogan a Indy después de su aventura en cierto refrigerador, el mismísimo Dr. Jones, en medio de sus quejas y su sarcasmo, y refiriéndose a las pruebas que se hacían en el desierto de Nevada, suelta una palabreja que suena (sólo suena) parecido a "nuclear", pero que claramente se oye: NUQUELEAR. Nuquelear... así dice el "Doctor" Harrison Ford. Recordemos que Indiana Jones, además de sus doctorados, es versado en varios idiomas e incluso en lenguas muertas. ¿Nuquelear? No quiero estar cerca cuando le toque investigar los vestigios de la Aclántida...