lunes, 26 de febrero de 2018

Pantera Negra *½

(Black Panther, EUA 2018)
Calificaciones: ****Excelente ***Buena **Regular *Mala

No entiendo por qué T’Challa (el actor Chadwick Boseman), alias Pantera Negra, es un superhéroe. Sí: tiene un traje fantástico, hecho con vibranium, un metal indestructible, que lo hace invulnerable a los madrazos. Y tiene este traje porque es el rey de Wakanda, un país africano que tiene el monopolio del vibranium. Cuando el rey se pone el traje, se pelea con los malos; a saber: un terrorista sudafricano (Andy Serkis) que roba vibranium a Wakanda, para vendérselo a un gringo descendiente de wakandanos (Michael B. Jordan), cuyo objetivo es armar con vibranium a todos los descendientes pobres de africanos alrededor del mundo, en una revuelta en contra de los “colonizadores” (léase “blancos ricos”).
Decía, cuando el rey se pone el traje, se pelea con los malos. Cuando no tiene el traje, se pasea por las zonas rurales y urbanas de Wakanda, platicando con su hermana, una jovencita que concentra para sí el impresionante desarrollo tecnológico de Wakanda, basado exclusivamente en la explotación del vibranium, y cuya máxima expresión es el fantástico traje de Pantera Negra, propiedad del rey en turno. El papá de T’Challa se ponía el traje cuando fue rey, T’Challa se lo pone ahora y también se lo pone cualquier hijo de vecino (bueno, hijo de alguna de las familias reales) que derrote al rey en pelea cuerpo a cuerpo, en una ley de acceso al poder por demás bárbara, por no decir idiota.
Y decía que no entiendo por qué T’Challa es un superhéroe. Quitando la invulnerabilidad del traje, no anda por ahí rescatando gente en peligro ni salvando a los oprimidos. Con el traje se pelea con los malos para quitarles el vibranium robado. Y sin el traje, como rey de Wakanda, continúa la tradición de su padre y sus ancestros, de basar el poder del gobierno y toda la economía de su país en la extracción del vibranium, sólo para beneficio de Wakanda. Sin vibranium, se entiende, Wakanda dejaría de ser el paraíso terrenal y se convertiría en un paupérrimo país africano más. Así, la única razón de ser de Pantera Negra (es decir, el rey vestido con el fantástico traje) es mantener a raya a los ladrones extranjeros que se quieren apoderar del vibranium. ¿No sería realmente heroico promover el desarrollo de Wakanda y los wakandanos, para que no dependieran totalmente de un recurso natural no renovable? Y, de paso, ¿empujar a sus pobres vecinos africanos en un desarrollo económico y político sin precedentes? Bueno, T'Challa entiende el heroísmo como el decreto de poner un centro de desarrollo humano en, de todos los posibles países necesitados, Estados Unidos.
Ahora, imagine usted todas estas ideas como una comedia. Funcionaría, ¿no cree? Pero imagine con todas sus fuerzas, porque Pantera Negra, dirigida por Ryan Coogler, tiene una inexplicable fé en que todo lo anterior debe ser serio. En serio.

La Boda de Valentina *

(La Boda de Valentina, México, 2018)
Calificaciones: ****Excelente ***Buena **Regular *Mala

Deje usted las disparejas actuaciones, el uso (abuso) poco imaginativo de las mismas 3 locaciones de la Ciudad de México (Reforma, el Monumento a la Revolución y… Reforma), los fondos musicales que tapizan innecesariamente varias escenas y el proceso electoral mexicano parodiado (pleonasmo, pues) nomás porque es un blanco fácil. Todo eso resulta anecdótico y hasta simpático en La Boda de Valentina, del director Marco Polo Constandse, escrita por el otrora prometedor Beto Gómez. El verdadero problema es la traición que la película hace a Valentina, la protagonista de esta comedia de reencuentro romántico.
Valentina (Marimar Vega) es una veinteañera profesionista, chilanga transplantada a Nueva York, donde es la estrella de una fundación benéfica para el tercer mundo. Recién comprometida a casarse con Jason (Ryan Carnes), hijo de la presidenta de la fundación, debe regresar de improviso al DF, al enterarse de que sus padres la casaron a escondidas con su ex novio chilango (Omar Chaparro), para poner todos los bienes de la familia a nombre del flamante marido y así el padre de Valentina pueda librar un escándalo de corrupción en las próximas elecciones, donde contiende por la Jefatura de Gobierno. El objetivo de Valentina es, pues, divorciarse y continuar su nueva vida en Nueva York. Divorciarse del novio chilango y divorciarse de su abusiva y corrupta familia. Sí, pero...
Tratándose de la típica comedia en que la protagonista pone en pausa su sofisticada vida para regresar de improviso a su terruño, donde redescubre el verdadero significado de la la vida y la felicidad, es inevitable que Valentina se reenamore de su ex novio (ahora marido a fuerzas), de su familia y, pos ya qué, de México. Esto no tendría nada de malo, si la película nos diera elementos convincentes para que Valentina cumpla su destino. Lo malo es que el director Constandse ni siquiera trata de convencernos: Valentina, por fórmula, se queda con su ex novio nomás porque lo quiere mucho, así sea un junior macho y corrupto; tanto como los papás de Valentina, que regentean un partido político familiar al estilo del Verde Ecologista; ni el novio ni el papá tienen empacho en utilizar a Valentina contra su voluntad para sacarle la vuelta al 3 de 3. Y Valentina acepta porque... final y tristemente, sólo es una hija de papi.
Así, sólo queda por resolver el reenamoramiento con el terruño, y el DF es el DF: lo único rescatable de La Boda de Valentina es el hilarante intermedio en que el novio gringo y el novio chilango se emborrachan en una cantina y terminan en las luchas, echándole porras a los rudos. Bonitos motivos para dejar una vida de bien en Nueva York, Valentina.

martes, 6 de febrero de 2018

Cartas a van Gogh **1/2

(Loving Vincent, Polonia/Reino Unido/EUA 2017)
Calificaciones: ****Excelente ***Buena **Regular *Mala

¿Vincent van Gogh se suicidó o fue asesinado? Aunque la duda es sembrada en el protagonista (el joven hijo de un empleado postal amigo de van Gogh) en Cartas a van Gogh, por sus pláticas con cerca de una decena de franceses que conocieron al sufrido pintor, la película en realidad no se trata de una oscura teoría de conspiración. Incluso, hacia el último tercio, la creciente intriga es dejada de lado y el verdadero tema es abiertamente expresado: lo importante no es saber cómo murió Vincent, sino cómo veía (y vivía) la vida y el arte. Por supuesto, a través de mostrarnos su obra en esta excepcional cinta de animación, dirigida por Dorota Kobiela y Hugh Welchman.
Así, las entrevistas con los conocidos de van Gogh son solamente el pretexto para hilar la impresionante recreación animada de varios de los cuadros más famosos del artista holandés. Cada entrevistado es un personaje animado salido de sus pinturas, desde un cartero hasta el doctor que lo trató por su depresión, hacia el final de sus días. Y los paisajes donde ocurren las escenas, urbanas, campiranas y hasta celestes, son igualmente una animación de pinturas al óleo que imitan a las originales de Vincent.
La película pone sus reglas narrativas desde el inicio y las sigue hasta el final de la hora y media que dura: el mundo (la Francia de 1891, un año después de la muerte del pintor) y sus habitantes se nos muestran como si van Gogh los estuviera viendo, pintados en coloridos óleos con su tosco estilo posimpresionista. En cambio, los recuerdos evocados por cada entrevista son presentados en blanco y negro, pintados también, pero de una forma más realista y dramática.
Si bien la historia es entretenida y el periplo del entrevistador es a ratos cómico y a ratos conmovedor, pronto queda claro que no hay más que eso: una hilación de personajes y escenas pintadas por van Gogh, mostrados en virtuosa animación que deslumbra pero termina por reemplazar al relato.