No me quise quedar con las ganas de revisar la primera película mexicana en color de Cantinflas, estrenada justo un año después del exitazo “La Vuelta al Mundo en 80 Días”. Ambas están disponibles en tiendas de video y en internet.
El Bolero de Raquel **
(México, 1957)
Calificaciones ****Excelente ***Buena **Regular *Mala
Los mexicanos que crecimos viendo cine de Cantinflas (en mi caso, en la tele y algunas en el cine, durante los 1970s y ´80s) estamos de acuerdo en una cosa: sus películas en blanco y negro son mucho más chistosas que sus cintas a colores. ¿Es con “El Bolero de Raquel” donde empezó el declive?
En un excelente inicio, Cantinflas en plena forma del enredista por excelencia, bolea los zapatos y se cuentea de lo lindo a un turista gringo en el Castillo de Chapultepec. Luego, en el velorio de su compadre (que, razona Cantinflas para su pequeño ahijado, se habrá ido al Cielo, pero de rebote al caer de un edificio en construcción), hace honor a su fama de pelado gandalla, gozando la arrimada mientras consuela a la comadre recién enviudada (guapota Flor Silvestre) y de paso, ya entrado en gastos, con las mujeres de buen ver en la tumba vecina. Ese es el Cantinflas que nos hace reír a carcajadas, igual que en sus exitosas películas blanquinegras de las dos décadas anteriores, como “Ahí está el detalle”, “A volar, joven” o “El gendarme desconocido”, por mencionar tres emblemáticas.
La comedia, una vez que Cantinflas se hace cargo de su ahijado Chavita, va de bajada, con anécdotas rutinarias y poco graciosas, que reciclan ideas de “El Chico”, aquel primer largometraje de Chaplin, donde el vagabundo también cría un chamaco ajeno. “El Bolero de Raquel” regresa a un punto alto, con diálogos enredistas y comedia física, en el episodio del baile que ejecuta Cantinflas sobre el Bolero de Ravel, para volverse a caer y nuevamente volver por sus fueros a una escena de comedia visual, cuando Chavita sube a la Quebrada de Acapulco, sin que el padrino se dé cuenta, rematando con el famoso grito de "¡Padrinooooo!" que convierte a Cantinflas en un intrépido clavadista accidental.
En otras palabras, después de ese fabuloso inicio donde Cantinflas da rienda suelta a lo que mejor hacía, hablar sin parar, sacando ventaja de la confusión en que deja a su interlocutor, la comedia se mueve hacia un terreno menos arriesgado, con rutinas de pastelazo o excesivamente melosas. Y el saqueo/homenaje a Chaplin continúa en el final, lacrimógeno a fuerzas pero efectivo para cerrar el asunto, con todo y epílogo de beso obligado con la profesora Raquelito (guapa maniquí Manola Saavedra).
Cantinflas y su director, Miguel M. Delgado, con “El Bolero de Raquel” se encontraban más allá de la mitad de un largo camino (hicieron juntos una treintena de películas) y algo en el trabajo de ambos ya estaba dando de sí, definitivamente. “El Bolero de Raquel” se siente fracturada en dos partes desiguales: la del peladito de antaño, que se ganó a todo tipo de público con sus cantinfleadas, y la del Cantinflas que eventualmente trataría de ser el redentor de los pobres, ganando en estatus de exponente popular de las bondades del sistema político mexicano, pero perdiendo toda su gracia en el afán.
Para rematar, la fotografía en color de Gabriel Figueroa resultó completamente innecesaria, sin diseño de arte que diera lucimiento ni propósito aparente al uso del color, acentuando, como decía al principio, la idea de que una vez que conocimos Cantinflas en brillantes colores, las risas se opacaron.
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