(Pumping iron, EUA 1977)
Calificaciones ****Excelente ***Buena **Regular *Mala
Con el estreno de “Terminator: Génesis” y el regreso de Arnold Schwarzenegger a la franquicia de las máquinas genocidas, vale la pena revisar sus inicios en el cine, hace cuarenta años, con un documental sobre fisioculturismo, disponible en disco y en internet.
Cuando fui al cine a ver Terminator, hace treinta años, lo primero que me llamó la atención fue una palabra en la parte superior del póster, en letras mayúsculas: SCHWARZENEGGER. Esta extraña palabra, desconocida para mí, aparecía más grande que el título de la película anunciada. Como tampoco sabía nada acerca de la cinta que iba a ver (recordarán los fieles lectores de esta columna que odio ver trailers, o cortos, como les decíamos en ese tiempo), no estaba seguro de si la película se llamaba SCHWARZENEGGER o TERMINATOR, o las dos palabras juntas. En pocas palabras, no tenía la menor idea de quién era Arnold Schwarzenegger.
Y aquí la omisión era completamente mía: Los cinéfilos de México y el mundo ya conocían al musculoso actor austriaco avecindado en Hollywood, a raíz de su papel estelar en el díptico Conan El Bárbaro (1982) y Conan el Destructor (1984), que por alguna ya olvidada necedad adolescente mía, no ví en su momento. Pero resulta que Arnold no sólo era conocido por sus películas de fantasía; también era famoso por su exitosa carrera en el físico culturismo, que en la década de los 1970s lo llevó a ganar seis años consecutivos y una vez más en 1980, el título Mr. Olympia, a la sazón, el máximo galardón del deporte de esculpir los músculos a base de ejercicios extremos. Claro que a su servidor, un flacucho adolescente apenas interesado, como espectador, en el beisbol y el futbol americano, esta fama de Arnold tampoco me sonaba.
Afortunadamente los documentalistas Robert Fiore y George Butler tuvieron la buena idea de filmar el proceso que llevó a Arnold a ganar su sexto Mr. Olympia en 1975 y el resultado, estrenado en 1977, es el documental “Hombres de acero”. La película sigue durante varias semanas a Arnold, mientras entrena y confiadamente bromea, junto con algunos de sus colegas en el mítico y soleado Gold’s Gym de Los Ángeles, para el campeonato Mr. Olympia a celebrarse en Sudáfrica. Por otro lado, el documental nos muestra, en un oscuro y reducido gimnasio de Brooklyn, el duro entrenamiento de un alto muchacho neoyorkino de 24 años, que sueña con arrebatarle el título a Arnold. Este joven de Brooklyn, de nombre Louis y de apellido Ferrigno, sería mejor conocido algunos años después como el gigantesco hombre verde en que se convertía Bill Bixby, en el célebre programa de televisión, basado en la historieta de Hulk el Increíble.
“Hombres de acero” tiene una premisa muy sencilla: a los 28 años, Arnold es la superestrella del físico culturismo, a quien los demás competidores admiran y desean abiertamente desbancar. Lou Ferrigno, por su parte, a los 24 años es entrenado por su padre, que no cesa de decirle que tiene todo lo que se necesita para ganarle a Arnold. Tanto se remacha el punto, que incluso en las extenuantes sesiones de levantamiento de pesas, Ferrigno no cuenta las repeticiones sino que grita una y otra vez: “¡Arnold! ¡Arnold! ¡Arnold!”
En graciosa contraposición, los cineastas entrevistan a Arnold, que cándidamente describe sus técnicas sicológicas no solamente para enfocarse en su propio entrenamiento, sino para destantear a los contrincantes. Y por lo que se ve en “Hombres de acero”, no es muy difícil hacer desatinar a estos atletas: el documental los presenta como jóvenes que crecieron en ambientes más o menos hostiles, objeto de burlas y con algún tipo de limitación física. Arnold era el enclenque hijo de un estricto policía austriaco; Ferrigno creció parcialmente sordo y sobreprotegido por sus padres; por ahí aparece un fornido italiano chaparrito a quien, de chamaco, su italiana mamá no bajaba de flojonazo (hasta que empezó a llevar al pueblo el dinero que ganaba en las competencias); otro más dedicó sus años de secundaria a desarrollarse como futbolista para evadir a los abusones de la escuela y así por el estilo.
Al final, ya en el concurso de Mr. Olympia, queda claro que la estrella es Arnold Schwarzenegger. Incluso, el maestro de ceremonias no puede evitar anteponer “el único e inigualable” a cada mención que hace de Schwarzenegger. El propio Arnold está convencido de su estatus de leyenda imbatible y casi casi por inercia usa su guerra sicológica sobre el nervioso Lou Ferrigno, aún minutos antes de la competencia. Eso sí, una vez repartidos los premios, las cosas cambian totalmente: Arnold, cigarro y copa de vino en mano, dirige a todos los atletas para cantar el “Happy Birthday” a Ferrigno, le hace ver que todo es parte del ambiente de competencia pero no lo deja ir sin un trancacito sicológico más, cuando se da el gusto de soltarle el típico: “me saludas a tu hermana…” ¿Cómo la ve usted, apreciado lector, tener al Terminator de cuñado?
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