
En esas mañanas de fin de semana de hasta hace menos de tres décadas, en la oscuridad de un gigantesco cine, junto a mis hermanos y cientos de niños, se me ponía la carne de gallina viendo cómo Tarzán El Hombre Mono, encarnado por un Johnny Weissmuller velocísimo para nadar en los ríos de la selva, se trenzaba en las aguas con un feroz cocodrilo. O me emocionaba viendo a un Superman de blanco y negro (George Reeves) "volar" recargado probablemente en una mesa escondida, mientras atrás un manchón borroso (una sábana pintada que daba vueltas sinfín, imaginaba yo) simulaba ser el cielo de la ciudad que el Hombre de Acero recorría en segundos. Tal vez un domingo, después del desayuno de hot cakes de mi papá (los mejores del mundo), me tocaba ver al Ladrón de Bagdad escapar de monstruos o espadachines montado sobre un blanco pegaso, o el siguiente me divertía siendo testigo de cómo vaqueros de technicolor, rubios y sucios, -italianos fingiendo ser gringos- se disparaban unos a otros por unos lingotes de oro, por una muchacha o por un buen plato de frijoles mientras alguna guitarra y un teclado eléctricos ambientaban esos duelos en algún desierto español. O bien, Snoopy hacía de las suyas al lado de Carlitos y compañía, mientras la pantalla bañaba la oscuridad de la sala con imágenes multicolores y nuestros oídos se llenaban de jazz. O El Gato con Botas peleaba a espadazo limpio con un terrorífico ogro en un delirante castillo en lo alto de una montaña, por obra y gracia de Miyazaki.
Y es que esas matinés nos traían una magia que iba más allá de ver en la pantalla grande historias fantásticas. Esas matinés nos ofrecían historias fantásticas contadas a muchas generaciones de niños del siglo veinte, en tantas otras funciones de matiné. Desconozco cuál era el arreglo que existía entre salas de cine y distribuidoras, pero el caso es que esos sábados y domingos, las carteleras se dividían en funciones matinales, con películas rara vez de estreno, y las funciones vespertinas, en que generalmente se exhibía "la nueva" del mes, acompañada de otra película, en función doble, que tenía un poco más de haber sido estrenada y complementaba el programa para adolescentes y adultos.
De este modo la oferta mañanera de los cines consistía de películas de aventuras estrenadas originalmente entre uno y varios lustros antes, lo cual, para nuestros ojos infantiles, no tenía ningún significado. Uno se sentaba en la butaca, la función empezaba y un Tarzán en blanco y negro alternaba en función doble con el pistolero Trinity en Technicolor. Además, la cartelera cambiaba asegurando que los pequeños cinéfilos volverían al cine el siguiente fin de semana. Al menos en los pueblos y ciudades pequeñas del centro del país en que me tocó vivir de niño, en la década de los setentas, el negocio funcionaba: las salas estaban abarrotadas sábados y domingos por las mañanas y era de rigor hacer fila en las dulcerías de los cines para hacerse de un mazapán y unas gomitas de grenetina o un chocolate (Almon-Rís, favorito personal) y unos chiclosos (curiosamente, las palomitas de maíz no eran el producto principal en esos tiempos); azúcar en cantidades industriales que ayudaría a aumentar la emoción de entrar a un mundo fantástico una vez que se apagaran las luces.
En algún momento de la década de los ochentas, alguien en alguna parte de la cadena –las compañías distribuidoras, adivino- decidió que ya no tenía caso exhibir todas esas reliquias de años y décadas pasados, usando los espacios matinales disponibles para aumentar el número de funciones de las películas de estreno. Como resultado, las carteleras actualmente están tapizadas por un solo título desde la mañana hasta la noche y cualquier visita a un cine se limita a conocer los estrenos del mes, que en un par de semanas saldrán de exhibición para regresar al espectador unos meses más tarde, pero en la forma de un disquito o una señal satelital para la pantalla casera.
Hoy en día, cualquier intento por ver a Johnny Weissmuller, a George Reeves, a Terence Hill, a Snoopy, a Godzilla o cualquier película japonesa animada, tiene como limitante la disponibilidad de videotecas especializadas; opción de veras limitada, si es que existe, en un país como México. Y lo chistoso es que cuando yo era niño, uno ni siquiera "intentaba" ver alguna de esas joyas de la cinematografía. Los asistentes a esas matinés no éramos quisquillosos intelectualoides de gustos esnobistas que buscáramos el cine de épocas pasadas como deber cultural para tener algo qué comentar en algún cafetín de Coyoacán. Eramos, simplemente, chamacos en matiné.
Y lo único que había que hacer era levantarse temprano el fin de semana, desayunar los mejores hot cakes del mundo en casa, peinarse muy bien y ser depositado, junto con otros cientos de niños, en las puertas del cine local. Tres o cuatro horas más tarde uno salía con los ojos chiquitos a la luz del mediodía, inmensamente feliz y mucho más sabio que cualquier ejecutivo de distribuidora de cine: seguro de que, aún en el año en que el mundo conoció las "espadas láser", a Darth Vader y a los Wookies, Tarzán no tiene qué ser a colores para ganarle la lucha al cocodrilo.